Mi particular «desescalada»: subida a El Cao, por Pedro Bohórquez Gutiérrez

Paisaje de la subida al Cao. Foto: Pedro Bohórquez Gutiérrez.
Paisaje de la subida a El Cao. Foto: Pedro Bohórquez Gutiérrez.


Texto y foto: Pedro Bohórquez Gutiérrez

Mi particular «desescalada»: subida a El Cao en un irrepetible día de primavera (ayer), tal como me prometí durante los días más crudos del confinamiento.
Algunos amigos habían manifestado su deseo de acompañarme. Que me disculpen si, movido por un impulso repentino, no he esperado a nadie. Sin consulta previa de guías, me confié al recuerdo de la última vez que subí hace once años (no han sido muchas las que lo he hecho: esta es la tercera). Pero en esta ocasión ha sido la primera en que he subido (imprudentemente, lo confieso) a El Cao solo, sin la compañía de amigos conocedores de las veredas; estas además estaban ocultas por el pasto verde de una primavera generosa en lluvia y prolongada este año, en contra de todo pronóstico, por estos lares del sur en que el verano se anticipa como norma desde hace tiempo y se impone de golpe con una falta de transición cruel. Y para colmo, confiado en exceso en los recuerdos, hice la ascensión hasta los algo más de 1.400 metros que, creo recordar, tiene el pico, para añadirle, sin pretenderlo (lo juro) incertidumbre y aventura, en sentido inverso al de las ocasiones pasadas, es decir, subí por el suroeste y descendí por Los Navazos, cuyas imágenes bajo la luz de un atardecer mágico conservo en la retina, pues para entonces, después de reposar casi dos horas absorto en la cumbre, se me había agotado la batería del telefonillo.
Las yedras, aquí abundantes, que trepan por los farallones desnudos de roca caliza, eran sacudidas por ráfagas de brisas repentinas que poblaban el perfecto silencio de rumores misteriosos, y era como si la piedra inerte se estremeciera y cobrara un temblor de vida bajo el ropaje verde oscuro de la planta.
En el navazo de El Cao, un mulo que pastaba por allí y cuya presencia no advertí, sino de golpe, me persiguió, no sé si con intenciones aviesas o amistosas. Corrí, lo intenté espantar con trozos de madera seca y después de algunas tentativas de reanudar la persecución, se paró vigilante, como contemplando mi marcha precipitada. Viéndolo recortarse erguido en la distancia, pensé que quería alejarme celoso de su territorio de cuento de hadas. En definitiva, que la subida y el descenso fueron más improvisados de lo que esperaba, con la compensación de haber estado en lugares, dominio de buitres y otras rapaces, difícil y raramente hollados por el pie humano. Pude comprobar que, por suerte, aún quedan algunos por aquí y que están fuera de las guías.
Que no se preocupen los amigos que manifestaron deseo de sumarse a esta modesta aventura. Podremos, espero, repertirla, aunque no en los mismos términos. Prometo estudiarme bien la ruta y ahorrarles sobresaltos. La vista desde El Cao lo merecen: al norte, el macizo oscuro de la Sierra del Pinar, con el Torreón y San Cristóbal, como faros vigías, visibles desde cualquier punto de la provincia de Cádiz y aún desde el Atlántico. Al sur, en primer plano, la hendidura de la Manga de Villaluenga, que parte las sierras de Cádiz en dos; la Sierra Baja y las estribaciones de las Sierra de Líbar, a continuación; al fondo, la sucesión interminable de los bosques de Los Alcornocales y, como flotando en el horizonte, por último, como un espejismo apenas perceptible, la silueta brumosa del Peñón de Gibraltar. Al oeste la Sierra de La Silla y tras ellas, las franjas horizontales y onduladas de las campiñas, ya amarilleando, rematadas por la línea recta de la costa gaditana, trazando con su leve fulgor una separación en la confusión azul de tierra y mar. Y al este, los Llanos del Republicano, la Sierra de Líbar (con la mole de El Palo), y tras ella, cerrando el horizonte, la Serranía de Ronda, con sus Sierra Bermeja y la cumbre de El Torrecilla, en la Sierra de las Nieves, y sus perfiles nítidos y serenos envueltos por una atmósfera de cristal.

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