Texto: Beatriz Díaz Martínez
Cristóbal Gómez nació en 1930 en Cerro Mulera, cerca de Ubrique, en la Sierra de Cádiz. Actualmente vive con su hija Isabel en el casco antiguo de Ubrique. Cuando Cristóbal era pequeño su familia vivía en una choza en el monte. “Entonces en el campo vivía mucha gente”, comenta. Las familias tenían animales y además se dedicaban “a lo que saliera”: el corcho, el carbón, la siega o la recogida y venta de verduras silvestres como tagarninas (cardillos) y espárragos. En julio de 1936, cuando Cristóbal tenía seis años, las tropas franquistas ocuparon Ubrique. Él recuerda a los falangistas cuando pasaron por Cerro Mulera cantando su himno, llamado Cara al Sol. “Mis padres vieron que estaban matando a mucha gente y vivimos escondidos por unos meses”, explica.
La familia de Cristóbal tuvo que trasladarse en más ocasiones. Cuando llegaban a un nuevo destino construían una choza con piedras y retama o brezo, entre otros arbustos; o bien ocupaban una que estuviese abandonada. Cristóbal llama chozos a las viviendas pequeñas y de planta circular, y chozas a las que son alargadas y de planta rectangular. Él ha conocido chozas de una pieza y chozas de dos piezas: una se usaba para cocinar y la otra para dormir. De joven cuando hacía la temporada de trabajo en el carbón se construía un chozo exclusivamente con palos y ramas; era de forma cónica y se llamaba morisco.
Cristóbal no fue a la escuela. Aprendió a leer y a escribir y las cuatro reglas cuando tenía unos doce años, con un hombre muy mayor que enseñaba de forma rotativa por varios ranchos del monte. No tenía título ni salario de la administración, y lo llamaban maestro de campo. La familia que podía le pagaba con dinero, siempre se le daba de comer y dormía en el rancho donde le llegaba la noche en su ruta. Su padre escogió a este maestro porque sabía que no pegaba a sus alumnos, como hacían otros.
Desde muy niño Cristóbal tejía largos cordeles de tonisa y de empleita de palma, y con este material su padre hacía los aperos necesarios para el trabajo en el campo. El palmito silvestre, palma o palmera enana (Chamaerops humilis) crece de forma natural en estos montes mediterráneos de quejigos, alcornoques, acebuches y algarrobos. Cristóbal repasa vivencias mientras me enseña a trabajar la hoja de la palma. Cuando tenía ocho años le asignaron la tarea de guardar un cochino en el campo; con aquella gran responsabilidad a sus espaldas el niño fabricó una honda de tonisa, para lanzar piedras al cochino cuando éste se alejaba monte arriba. Fue la primera pieza que realizó con hoja de palmito, y avanzó en su autoaprendizaje consultando a su padre y a uno de sus hermanos. A medida que surgía la necesidad Cristóbal aprendía a hacer aperos, cestas, capachas peteneras, capachas de mandaos, serones, esteras, soplaores…
A sus noventa y tres años Cristóbal atiende un huerto que tiene arrendado a varios kilómetros de camino a pie. Por las tardes trabaja la palma. Aún se hace sus propios aperos; “los hago porque sé hacerlos”, me explica. No vende sus trabajos; los regala: dice que no hay precio que los pague. “El maestro no habla de su buen hacer; es el alumno quien ha de juzgarlo”, me sugiere cuando le agradezco su buena enseñanza.
Cristóbal ripia o separa una a una las hojas de los cojollos escogidos. Después repasa cada una y, si su ancho excede el deseado, hinca la uña y le quita la barriga: “Han de quedar parejitas”. Cuando elabora la empleita cuida de que el perfil recto de cada hojuela añadida mire hacia el exterior: así ajusta el ancho de la empleita, lo que facilita su cosido con la tonisa y permite un resultado más sólido. “Hay que cuidar que la palma no sufra”, me recuerda; porque si se daña o tensa en exceso el resultado peligra. Cristóbal aprovecha toda la fibra vegetal: las hojuelas más estrechas sirven para trabajos en miniatura, y con el desecho del igualado forma trenzas que también tejerá.
Mientras yo me afano en los comienzos, las hojuelas de palmito, fibrosas y flexibles, se mueven veloces a sugerencia de los rudos dedos curtidos de Cristóbal. Los recuerdos afloran de su memoria a medida que cobra identidad el prodigioso resultado: un manojo de hojas de palmito se ha transformado en un soplaor, noble objeto perdurable y útil para la vida humana.
Beatriz Díaz Martínez es licenciada en Ciencias Biológicas por la Universidad Autónoma de Madrid y está especializada en Biología Ambiental. Trabaja como escritora e investigadora independiente. Tiene amplia experiencia en investigación en Memoria Oral a través de talleres grupales participativos e historias de vida en profundidad, y está especializada en vida cotidiana y mecanismos de supervivencia.
Entre sus trabajos resaltan: el archivo audiovisual de historias de vida del País Vasco Herri Memoria (2014-2016), realizado con la Asociación Elkasko de Investigación Histórica y financiado por el Gobierno Vasco; las investigaciones independientes Vida cotidiana en las Chozas y en las Chabolas (2013-2018) y Enseñanza no formal durante los siglos XIX y XX (2012-2023), ambas en Tarifa (Cádiz); y el trabajo de memoria oral con Editorial Tréveris sobre el Poblado obrero del pantano de Los Hurones (Sierra de Cádiz) (2022-2023). Sus últimos libros son Sumario 301 contra Milagros Ruiz López y trece más y Las manos siempre mojadas.
En el MVEH pueden leerse de Beatriz Díaz las obras Muros de piedra y techo de castañuela, Ecología de la urbanización y Hornos de piedra: autonomía nutricional y vida comunitaria; y la pieza del mes Las mujeres, garantes de la vida en las chabolas (La Línea, Cádiz) y la exposición temporal Gibraltar y La Línea: la comunidad transfronteriza en la memoria oral.
Cristóbal Gómez muestra sus obras y da algunos detalles sobre el trabajo de la palma a través de un vídeo realizado por Juan Manuel Román García en Ubrique en junio de 2023: